sábado, 10 de julio de 2010

CAPITULO I

6.00 AM daba el reloj. El mundo exigía que despierte y ponga a su servicio lo que más humano tengo de humano: mi fuerza creadora. No sólo no quería despertar de mi placentero sueño sino que de ninguna manera me sentía con fuerzas morales para afrontar el espectáculo de máscaras que me esperaba en la calle. El sólo hecho de escuchar los ruidos de la ciudad despertando me llenaba de nauseas, de ganas de aniquilar todo ese orden social perverso, que no deja a uno ser lo que su voluntad le indica, sino que le obliga a adaptarse a lo que la materialidad absurda le impone.
Con todo este carruaje de pensamientos, que torturaban mi alma, no tuve otra opción que despertar. Totalmente adormecido me preparé una taza de café, el café rancio que había sobrado del día anterior, ya que los primeros minutos del comienzo de mi rutina estaban absolutamente calculados y no podía excederme en nada, de lo contrario así como cuando se rompe una columna que sostiene una base de concreto, mi día comenzaría derrumbado y de manera odiosa: haciendo absolutamente todo a destiempo y apurado, para llegar tarde, pero humanamente tarde, a mis obligaciones.

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Mis días de la semana solían ser casi idénticos. Nada ocurría ahí afuera. Todo era quieto, todo olía a una aplastante armonía moribunda. Si había algo que yo realmente detestaba era el transcurrir sin sentido. No podía soportar que esa masa de personas que me acompañaban en el viaje al trabajo hubiesen caído todas bajo el látigo del amo domesticador. Pero también me preguntaba si yo no me había convertido en uno de ellos, ya que toda la revolución transcurría dentro de mí; por fuera no era más que un pobre desgraciado que sumaba uno más a todo ese asqueroso rejunte matemáticamente controlado. Nada hacía para cambiar las cosas, me sentía impotente y rebalsado por los mecanismos que me oprimían. Pero sin embargo un pensamiento me consolaba: “algún día, algún día”.

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Yo no sé si mi historia les parecerá interesante. Tampoco pretendo interesarles. Ustedes sólo llegan a las cimas cuando éstas descienden hasta el fango que los cobija. Así que no pretendo agradarles, quizás es una manera de ahorrarme dinero en otras maneras de soportar esta banal existencia. Sí, el escribir en este instante estas absurdas oraciones me parece la manera más hermosamente egoísta de soportarlos. Pero, en fin, seamos sinceros, al menos les presto mi historia para sus carcajadas.

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Iba parado leyendo un libro de unos cuantos años de antigüedad; hablo por supuesto del momento en que fue concebido. Me resulta imposible leer a los contemporáneos. De hecho y para ser sincero, me parecen una basura infantil.
Siempre iba parado en el tren, ya que éramos muchísimos los pobres diablos que no teníamos otra opción. Podía percibir la mirada inquisidora de todos los viajeros, todos me miraban, todos opinaban en silencio de mi persona, lo puedo jurar. A tal punto que mi rostro no podía estar relajado un solo segundo, estaba constantemente en tensión, soportando el infierno de los otros. Esto ya me hacía comenzar la mañana lleno de fatiga, abrumado y objetivado.
Al aproximarme a mi lugar de trabajo, mejor dicho, mi lugar de suplicio, mis músculos comenzaban a tensarse, mis pensamientos críticos a intentar apagarse y mi alma a tratar de descender para arrastrarse por unas horas, que de hecho, había días que parecían años enteros.

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Ya de regreso a mi casa, me encontraba absolutamente derrotado, cansado mental y físicamente. El cumplir con la obligación social de tener un empleo mediocre, como todos los empleos, me resultaba totalmente doloroso y humillante. Debía obedecer a quienes, si fuera un poco valiente, jamás concedería un segundo de mi tiempo. Pero les repito, aún no era yo un buen guerrero. Faltarían muchas más batallas para arrojar mi as. Y nuevamente resonaba en mí el eco de mi consuelo: “algún día, algún día”.

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Por suerte ya era el último día de la semana, por lo tanto podía entregarme a la Luna sin condición alguna. Preparé mis cigarrillos y mi vaso de vino y me arrojé a las meditaciones. Era en estos momentos en los cuales podía sentirme vivo y sumamente importante para el mundo. Esta soledad auto impuesta me proveía de una satisfacción que en nada se podía comparar a estar acompañado de los gusanos diarios que me imponía el Sol. Así yo, mediante este método, acumulaba fuerzas espirituales para luego volver a la misma porquería diaria. Me recargaba en la oscuridad, con las arañas y los vampiros. Por el momento no había otra manera de poder paliar el vivir, o al menos a mí no se me ocurría.